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Redonda tragedia

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Hay desgracias ajenas que uno jamás quisiera sentir en carne propia. Hay tragedias foráneas que impactan por el dolor –mar de lágrimas incluido-, que va implicado en todas ellas.

Como mexicanos, patrioteros a toda honra, no tiene mucho tiempo que atravesamos por una de ellas y no la superamos todavía. A varios días del suceso –desgraciado, lamentable-, no hay día en que alguien no la recuerde y provoque con eso que de nueva cuenta soltemos una “mentada” en contra del que nos desgració la vida por entero.

Dios es redondo, dicen en Brasil, y ya lo estoy creyendo. No hay mayor divinidad en ese país que una pelota.

El mundial de fútbol está a punto de culminar y con él se irán muchos sueños, muchas ilusiones hechas añicos, muchas aspiraciones tragadas por el caño del sumidero.

Nuestra tragedia sin embargo –no fue penal-, es una minucia comparada con la de los brasileños. A ellos sí se los cargó el “payaso” de los pies a la cabeza. En un lugar en donde el fútbol lo es todo, el que un rival te meta siete goles es inconcebible. Nadie podía creer que la orgullosísima verde-amarelha haya sido hecha polvo por los pánzers alemanes. Pobrecita. Fue prácticamente triturada. Como triturados fueron los sentimientos de los millones de brasileños que presenciaban el encuentro y que al final tuvieron que esconder el rostro de vergüenza.

Lo nuestro no fue nada comparado con la tragedia brasileña. No es nada comparado con la desdicha de observar como los mejores futbolistas de un país –su mejor producto de exportación-, permitían que el orgullo brasileño fuera pisoteado tan rudamente.

El martes, nadie en su sano juicio, incluidos los villamelones, podían haber vaticinado un resultado tan disparejo. Gol tras gol, la incredulidad se pintaba con mayor intensidad en los rostros de quienes estaban frente a un televisor presenciando el encuentro. Y la oncena brasileña no solo le dio en la … a las ilusiones de sus paisanos, sino que le dio en la torre al interés en el partido. De un 4-0 nadie se repone. No hay que ser un mediano experto para entender que desde el primer tiempo el partido estaba definido. Los alemanes eran una máquina bien aceitadita y los cariocas no pasaban de ser un grupo de individuos asustados y apachurrados por el peso de la historia.

La reunión de ese martes frente al televisor, valió un “sorbete”. Perdió todo interés desde un principio. Ya había un ganador desde el inicio. Para ponerle cierto el chiste al momento no quedaba más remedio que vaticinar cuántos goles más recibirían los brasileños. Y daban una pena inmensa aquellos tipos que juegan en los mejores clubes del contienen europeo y por lo tanto en cuestiones económicas tienen el futuro asegurado. Pobres, después del cuarto gol, la historia comenzó a despanzurrarlos. Más que los alemanes, la historia fue la que terminó de apachurrarlos por completo.

Clarito podía uno imaginar que por sus mentes pasaban esos instantes en los que un representativo de sus país había dejado en vergüenza el prestigio futbolero. Ese famoso maracanazo ante los uruguayos, por ejemplo, comenzaba a ser un juego de niños ante lo que estaba sucediendo. Los jugadores que formaron aquel representativo jamás fueron perdonados. Todos murieron sintiendo el peso del reproche.

Todos se fueron yendo con la tragedia de no haber sido absueltos de aquel “crimen” que habían cometido. Caer ante los uruguayos en la final de aquel mundial, significó ser condenados a cadena perpetua por una afición que saben que en cuestiones de fútbol jamás deberían de ser humillados.

Y eso precisamente era lo que atormentaba a los jugadores brasileños ese martes infausto cuando no daban pie con bola. Más que los alemanes, la historia era la que terminaba por aniquilarlos.

La tragedia terminó por redondearse. 7×1 culminó el partido y el “Maracaná” -que digo, todo Brasil-, se convirtió en un mar de llanto.
Pobres brasileños. Hay tragedias que, de veras, no se le desea ni al peor de nuestros enemigos.

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