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Hasta siempre, amigo…

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La vida es un suspiro. Hoy estamos aquí, sonrientes, mañana quien sabe dónde carambas estaremos.

La vida se escurre como el agua entre las manos. De pronto se desliza la última gota y listo, todo habrá acabado.

Alguna vez me hicieron creer que existía el cielo y el infierno. Los sermones incendiarios, emotivos, de don Nico, de Luis del Valle, de Juan y Luis Lugo, de gente que de veras pensaba –y sigue pensando-, que portarse bien más que premiar en esta vida, premia en la otra, en la celestial, hicieron el milagro de que a mis 15 años creyera que si no me portaba bien el infierno me esperaba y que, en caso contrario, la gloria eterna era mía.

Un buen tiempo viví escuchando que los bienes terrenales valían un sorbete. Que el mundo se acabaría pronto y la humanidad, de acuerdo a sus actos, iría a los requintos infiernos o a la gloria eterna, sin escala alguna. De eso que les platico ya tiene algunas décadas. Es claro que el mundo sigue girando y muchos de los que no se preocuparon por avituallarse para cuando la vejez se les viniera encima, hoy transitan como almas en pena, varios ya sin la coraza aquella que significaba la fe que los convertía en guerreros de mil batallas.

La mía -confieso aquí entre nos-, nunca fue una fe que moviera montañas. En el interior del templo, escuchando cantos y puras alabanzas al Señor, era fuerte y me convertía en una roca. Pero hete aquí que nada más daba un paso afuera y mi mundo de pícaro se iluminaba por completo. Luego entonces, alguien así, jamás haría huesos viejos en congregación alguna.

El camino ancho me guiñaba un ojo. El mundo tenía muchos atractivos para un chico pueblerino como aquel a quien la localidad le quedaba pequeña y vivía soñando el día en que sin ataduras, volara libre como el viento.

Cuando supe que la gloria y el infierno estaban aquí en la tierra, me liberé de muchas cosas. De pronto supe que portarse bien era para el disfrute propio y no para ganarte la inmortalidad ni nada parecido. Y conocí la gloria y el infierno. Arañé ambas cosas. Y solo así pude darme cuenta de que la vida es breve y de uno mismo depende si la conviertes en deleite o en perdición profunda, en crepitantes llamas del averno.

Mi tránsito por el periodismo me ha permitido conocer a mucha gente. A muchos recuerdo hasta el último detalle y a otros los he borrado de mis afectos por completo. De la mayoría aprendí tanto lo que debe hacerse como lo que hay que evitar de un plumazo. Todos han sido un libro abierto para mi avidez de aprendizaje. “Esta vida es una enseñanza continua”, me dijo alguna vez un viejo redactor que se había pasado toda la vida sentado frente a una máquina de escribir. Tanto, que terminó encorvado, ciego y tirado en una cama en el interior de la casa que le prestaba un buen samaritano, a la espera de que la muerte se compadeciera de él y viniera para librarlo de tanto sufrimiento. Y ahí supe que la vida tiene mucho de injusta a veces. Es poema vil aquello de “vida nada me debes, vida estamos en paz”. La realidad dista mucho de una frase lúdica que hizo famoso tanto a la oda como al autor.

Nuestro paso por este mundo es breve, volátil. ¿Sustancioso? No lo sé. Cada quien convierte su mundo en gloria o en infierno.

He visto a muchos que gran parte de su vida la convierten en infierno. Van con su amargura a cuestas contagiando a mucha gente. Y son muchas las veces en las que un desahuciado de la vida –auto desahuciado, mejor dicho-, llega y de paso barre con el que se tope llevándoselo al desfiladero irremediablemente.

A cambio, he conocido a otros que hasta cuando callan transmiten el mejor de sus mensajes. Tipos valiosísimos a los cuales hay que pegárseles como garrapatas para poder expropiarles sus conocimientos y su don de gentes. No hay mejor forma de aprender en esta vida. Las aulas te enseñan lo básico para que no andes de menesteroso en tu existencia. Los tipos inteligentes, sin embargo, suelen parir genios sin necesidad de exámenes mensuales ni castigos corporales.

Con estas líneas quiero recordar a Alberto Echazarreta, colega que físicamente ya no se encuentra entre nosotros, pero a quien su don de gentes le granjeó el respeto de quienes le trataron en su diario trajín de reportero y que hoy sufren su partida.

¿Hay acaso mejor gloria que la inmortalidad en la memoria de quienes te conocieron?

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