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Magnificens Cancún: platicando con Bruno Marín

Jorge Manríquez

Entre “Tundemáquinas”

Bruno Marín es periodista. Como muchas personas, siente estar partido en dos, tres, más cuando los recuerdos de su patria, Argentina, lo invaden, y se siente sesgado por ese “que hubiera pasado sí…”, rayo de luz tardía que a veces nos nubla la razón y nos deja sin palabras ante el espejo, o cuando estás tomando los tragos y escuchas una melodía que te recuerda imágenes de tu infancia, familia o de un amor perdido. 

Desde hace varios años vive en Cancún, pero su tono y su forma de hablar lo delatan: siempre será argentino, tucumano para ser más específico. Tiene ese acento que tarde que temprano termina deslumbrándote. La forma de hablar y ser de los cubanos, los argentinos o los españoles los delata y, aunque platiques horas con ellos, ese dejo, esas palabras tan suyas, siempre los dejarán al descubierto, tanto así que, si son tus amigos, te dan ganas de darles un abrazo y, si estás en un bar, levantar la copa y decir: “Gracias, pibe, por ser mi amigo.”

Conozco a Bruno Marín, protagonista del libro Magnificens Cancún, escrito por Luciano Antonio Núñez, porque me identifico con él: no soy de aquí ni de allá. Él es de Tucumán, Argentina y vive en Cancún. En mi caso soy chilango por nacimiento, pero chetumaleño de corazón. Y, como él, aunque trate de desprenderme de muchos recuerdos de mi infancia o juventud, algunos de los cuales son como lastres, simplemente no puedo. Por lo tanto, hay que aprender a convivir con los mismos, aunque algunos sean ingratos, pero me gustan más los gratos recuerdos para ir sobrellevando esas horas de melancolía, que llegan sin previo aviso.

Bruno Marín tiene esos altibajos, esos “bajones”, característicos de los migrantes, de los seres partidos entre dos residencias.   

Tal vez por ello, Bruno Marín va a un retiro espiritual, para reencontrarse consigo mismo.

Tengo claro que cuando uno se siente de la chingada, busca una tabla de salvación. 

Para él es ese retiro espiritual llamado Ciudad de la Alegría, para mí es escribir poesía y relatos sobre mi infancia, juventud y años posteriores, o “memoria novelada”, como los describe Agustín Labrada, amigo cubano y poeta. Antes, era tomar los tragos para disipar la melancolía de tener a hermanas, hermanos, familia y amigos en la distancia que todo carcome. Ahora, con familia propia, son más fáciles de llevar esos momentos, que se presentan esporádicamente.  

Como dije, la distancia y el tiempo todo lo carcomen. El olvido puede ser viento marítimo, más cuando estas caminando en la “bule” de Chetumal. Me gusta caminar a lo largo de esta bahía para decirme, con las palabras formadas por esa brisa, que vale la pena vivir. Esa también es una forma de reencontrarse a sí mismo, más cuando vas acompañado por tus hijas y tu esposa, que te sonríen espontáneamente, con ese suave “te amo” en sus ojos.  

La clorofila tiene raíces en el mar. Acércate y refréscate la cara con esa agua. Esa sal suele limpiar el alma. 

Pero estamos hablando de Bruno Marín, quien tiene una tremenda resaca moral por pensar que tiene y se ha dejado sobrellevar por una vida mediocre, lejos de su terruño y de sus afectos. Pero ¿quién no ha sentido ser poca cosa, más cuando se compara con amigos, amigas que les va de maravilla profesional o económicamente? Que aviente la primera piedra, porque todos, y eso incluye a amigos y conocidos, directa o indirectamente, hemos sido atravesados por esa malsana sensación. 

Así, Bruno Marín piensa que está a la deriva. Por eso le digo: “¡Pero che!, debés saber, que el sólo hecho de dimensionar dónde estás parado es una chingonería.” 

Al verlo así, me pregunto: “En verdad, ¿es difícil saber dónde estamos parados?”  

Dije que Bruno Marín es periodista, pero aclaro que Bruno Marín es un excelente periodista, no por su Olivetti que le va dando forma a su memoria (o a la inversa), sino también por las investigaciones periodísticas que va publicando en El Under, diario tucumano, al lado de otros periodistas de carne y hueso. 

En realidad, son pocos reportajes, pero con esos bastan y sobran para aquilatar su valía.

El humo del cigarrillo invade la sala de redacción, le va dando forma a esos

“tundemáquinas” entrañables, que pareciera que están cercanos a este lector, que quisiera estar en esa sala y dejarse envolver por esa pasión de contar historias, opinar y convertir lo complicado en algo simple para sus lectores, como leo en la página 17 de Magnificens Cancún, y fumar de ese mismo cigarro Marlboro de Romina Noli. No importa que me manche los labios con su bilé rojo. Ese sabor es dulzón, como un buen tango de Gardel.

Esas escenas nos remiten a las salas de redacción de los periódicos que las redes sociales están dejando en el olvido. El café hecho a cuentagotas en viejas cafeteras, los armatostes de máquinas de escribir, como esa Remington que traigo clavada en la memoria o esas grandes computadoras que empezaban a florecer, se acompasan con el ruido de los teletipos. 

El humo de los cigarrillos, con sus olas parduscas va formando los rostros, las pláticas sobre libros, los relatos de Cortázar o el derrotero por el que se irán sus reportajes, crónicas, géneros periodísticos que también están siendo desechados por las redes sociales. 

Nadie lee más allá de tres párrafos, y confórmate con que lean el encabezado de tus artículos y tu nombre”, me dice un amigo, que se extraña de lo extenso de mis trabajos sobre temas político-electorales, que me ha dado por escribir y difundir en portales digitales, y que ahora están en un impasse.

(Reconozco esa manía por ahondar en esos recovecos que están por todos lados. Los abismos en las calles, las alcantarillas, las paredes… dibujan arcoíris o están en el follaje de los árboles. Si ves bien, todo es pardusco, amigo Bruno, entonces, cálmate y mejor demos la vuelta a esa esquina donde estás embrollado, para tomarnos unos tragos.) 

Los diarios famosos de entonces, ya sea argentinos o defeños, o de cualquier parte, tenían a destacados periodistas. En el caso de El Under es reconocible el Flaco Nofal. Da gusto verlo y oírlo, más cuando dice: “Losperiodistas, cuando tienen hambre, escriben mejor”, y lo dijo un día en que “transitaba con una lluvia finita en cámara lenta y el frío se ensañaba con las plantas de los pies”. 

Veo ese día, escucho las voces preocupadas en esa reunión donde periodistas de ese medio de comunicación platican sobre los sueldos atrasados y caídos que no han recibido, y el recorte de gastos y el despido de los pasantes, tan necesarios para labores de investigación de los periodistas de planta de antaño.

Como su nombre, El Under, se ahoga en una crisis financiera. Es el espejo que, desde entonces, ha dejado en el olvido a muchos periódicos o revistas entrañables. Los que sobrevivieron de esas crisis, tiempo después, no supieron adaptarse al advenimiento de las redes sociales. Los que siguen en pie, siguen en esa lucha… 

Surfeando esas olas, el pasante Bruno Marín, fue contratado. Eso demuestra su valía y el mérito de ese periodismo de investigación, que lograba sacar a flote la mierda de las transas gubernamentales y los negocios públicos y privados en provecho de unos cuantos. Es la corrupción que forma un puño difícil de abrir. Bueno, estamos hablando en términos generales, no todo es negro o blanco. Hay políticos honestos, así como pájaros que arriban a cables de alta tensión y pueden descansar. 

Por esa labor, los periodistas eran y son sujetos al hostigamiento y acoso policiacos, que puede llegar hasta la desaparición física. Todo ello porque no son comparsas de los gobiernos en turno. 

Esos son males endémicos que hoy y siempre, desafortunadamente, han tratado de limitar al periodismo profesional, que no se dobla ante tales embates.

Que Bruno Marín, el mismísimo día de su contratación, no cuente con dinero para pagar ni su transportación y tenga que pedir un adelanto de su quincena, lo identifica con muchos de nosotros, lectores que, en nuestros comienzos laborales, “no hemos tenido dónde caernos muerto”, como diría mi abuela Dolores. 

Por eso, me caes a toda madre, Bruno Marín, y lo saludo como debe de ser: “Che, veníte conmigo y vayamos a La Cosechera, a jugar billar y tomar un café, o comamos ese ‘panchuque’, tipo hot dog, con mucha mostaza y platiquemos de todo y nada, como los buenos amigos suelen hacerlo.”

Después, es necesario que nos reunamos con Romina Noli y escuchemos al Flaco Nofal para saber por dónde y cómo realizar nuestra investigación que pondrá al descubierto las transas de la Fundación Changuito: sobrefacturación de renta de camionetas y pago de gasolina, entre otros, por una asociación civil utilizada como fachada para cobijar esas transas.

Hay que tener cuidado, claro, esta investigación es importante para sacar a flote a El Under, vía el impacto en la opinión pública para que logre vender más ejemplares y subsistir de esa forma. Precaria, por cierto, por los gastos que implica la producción de los periódicos, el pago de la planta laboral, entre otras erogaciones. 

Así, es entendible el contexto en que es despedido Bruno Marín. 

Por ello, pienso que Bruno Marín y muchos de sus compañeros y compañeras “tundemáquinas” son buenos periodistas. Están en lo suyo, que es la noticia fresca y punzante, cuyos pormenores se mencionan en Magnificens Cancún, libro al que estamos aludiendo y que he vuelto a releer para imaginarme de nuevo esas salas de redacción, con máquinas de escribir, cuyo sonido recrea la memoria: cafetera, ceniceros repletos de colillas, humo chispeante por la alegría de estar ahí, otra vez, aunque sea unos instantes que te elevan al cielo. 

Tuve y tengo la dicha de contar con amigos periodistas templados en esas salas de redacción, e inclusive trabajé algunos meses como reportero, en esos años inmensos de los ochenta, que no volverán. Recordar es un deleite, así como verte ahí, Bruno, concentrado en escribir, que en ello se te va la vida, amigo. 

Claro, el tiempo va machacando los recuerdos. Sólo quedan estos retazos, como un mínimo reconocimiento a esos amigos, pero puedo platicar con ellos. Esa es la magnificencia de este libro. 

Ni modos, amigo, tienes que entender tu despido de El Under

“No alcanza para pagarte, la cosa está jodida, che, y hay que recortar personal, empezando por los de reciente contratación, como tú, discúlpame, discúlpanos”, me parece estar oyendo cuando le notifican su despido.

CANCÚN Y ESTELA

Magnificens Cancún me recuerda los reencuentros con mi madre y padre fallecidos, de quienes hoy no quiero hablar.

Como dije me hace rememorar la breve experiencia que tuve como reportero. Estaba muy chavo cuando me dieron la oportunidad de trabajar en un medio impreso. Antes, había estudiado varios cursos de periodismo en el Palacio de Minería. Era 1980. De ello escribo en mi “memoria novelada”. 

Otro de los asuntos que me identifica con la novela Magnificens Cancún es que, en un punto de mi vida, tuve el repentino deseo de desprenderme de todo. Fue un llamado inesperado. Esos que se impulsan con el corazón y son como una “batucada”, más que podía contar con una recomendación para irme a donde quisiera largarme. 

De inmediato, pensé en Cancún, allá sería mi destino, pero, por azares del destino y en último momento, mi encomienda laboral fue en Chetumal, dado que es la capital del Estado de Quintana Roo, me informaron. 

1991. Por supuesto que muchos fines de semana iba a Cancún. El paraíso para los chilangos, alemanes, españoles, colombianos, etc. Cancún es un imán, hermano. Muchos efrenes, jorges, brunos… buscaron y prosiguen buscando nuevos horizontes. 

Igual, hay un amor perdido. 

Magnificens Cancún me recuerda esas escenas que las tenía en esos abismos parduscos que forman la memoria. Claro, los recuerdos de hace más de 35 años sólo forman una sonrisa, una gota de agua que cae y aparece un arcoíris.

Estela es el nombre del amor perdido de Bruno. Él está inmerso en esas garras. No sabe cómo desprenderse. Está atrapado en ese cabello lacio y fino de ese portento de mujer. Tiene luz propia y camina por la calle Bolívar, como la calle Bolívar de la Colonia Obrera, del entonces Distrito Federal, por la que caminaba mi entonces novia de los cabellos lacios, de la que hablo en mi “memoria novelada”. 

Las dos son altivas. Tienen el sol de su lado. 

Me gusta, che, cuando dices que la besas con suavidad y después con pasión y encuentras “en el cuello un nido de calor donde se desvanecía la fragancia de un perfume de jazmín”, y aún más cuando esa noche tuviste acceso a todos sus lunares, por lo cual te digo: “Pibe, eso es de poca madre. Tu Estela es una diosa con los pechos erectos, que admiro, y te digo, che, que debiste haberla retenido, luchado por ella. Boludo, a leguas se veía que te quiere a ti y no a ese tal Marco, que la ha cercado con la costumbre y un matrimonio seguro. La dejaste ir, así, sin más. Pudieron haber doblado, juntos, esa esquina para confeccionar una historia de amor.” 

“Che, como dijiste, el hubiera no existe.”, me comenta Bruno, y con las manos en los bolsillos, da vuelta a esa esquina, pero solo. 

ME ESTÁ LLAMANDO CANCÚN

Como muchos de los fuereños que arribamos a Quintana Roo, Bruno Marín llegó con pocas cosas. Dos o tres maletas. Entre otras cosas: chamarras y suéteres, inservibles por el calorón que se deja sentir a cualquier hora. 

Cuando arribamos “cobijados” por un amigo que nos da “posada” —como Efrén, el peluquero en el caso de Bruno Marín—, es como un faro en altamar, que nos va dando tips y nos adiestra sobre los códigos de conducta y normas sociales característicos de nuestra nueva residencia. También nos alerta sobre los pesares que se abaten sobre ciudades que nos está dando cobijo. En el caso de Cancún, el narco, que es un permanente cáncer por su estela de destrucción y muerte.

Sí, Magnificens Cancún habla de los fuereños, de los migrantes, de esas personas, que queremos un mejor futuro. Llegamos a Quintana Roo para quedarnos, porque, con todo y sus bemoles, es un imán. Nos atrapa con sus aguas azul turquesas, el misticismo de la cultura maya, la comida típica, las bellezas naturales como su imponente selva que nos rodea, o el ambiente de la zona hotelera, con sus innumerables atractivos nocturnos, donde podemos ir pasando, hoja por hoja, para dibujar cielos estrellados o dejar en blanco nuestros pensamientos. Las nubes son tornasoladas, depende de cómo y por dónde las mires, amigo.

Bruno Marín tiene la fortuna de poder trabajar de inmediato en un periódico local, y, como en su natal Tucumán, Argentina, se adentra en el mundillo de la política y sus negocios sucios, vía reportajes de fondo. Es una buena pluma, que, además, cuenta con la guía de un periodista cancunense de nombre Héctor, entrañable personaje, proveniente de Ciudad Nezahualcóyotl, que hay que seguirle la pista en bares y cantinas, más en la zona roja de la ciudad, conocida como “Plaza 21”.

De entrada y como estoy dándole vueltas a la imaginación, que a veces es como rehilete y otras como tierra seca, por efectos del viento, me imagino estar en el Cavalier de Héctor. Tú, che, vas en la parte delantera con él al volante. Yo estoy en el asiento trasero.

Llegamos a “Plaza 21” y ahí están, concentrados, pero difuminados, congal tras congal, diversos periodistas que los vamos saludando, dado que Héctor nos da un recorrido por esos table dances

Héctor nos va explicando la orientación estratégica de cada uno de los table dances. La zona VIP, el “purgatorio”, y el área de las prostitutas locales: “subpurgatorio”. 

Optamos por ir al “purgatorio”. Entramos en un table. Tenemos el respaldo de los dos sobres amarillos (“chayos”), de Héctor, quien se ufana en mostrárnoslos, al igual que el boleto de un televisor que había ganado en una rifa en una posada navideña. En ese diciembre, la suerte le sonríe, dice y, entre copa y copa, que iba alternando con una cubana y una venezolana, que bebían de dos o tres sorbos sus copas disque de vino blanco, les dice que le recuerdan a un amor perdido en su natal Neza. Llora por ella y todos entendemos el dolor de ese amor mal correspondido. Hemos pasado por ese pantano. Es un interminable círculo, pero recordar, etílicamente, ese círculo representó dinero contante y sonante que no teníamos. 

Héctor está despreocupado. Ante la presión del capitán de meseros, realiza una llamada al alcalde y listo. Cuenta pagada por un mensajero que tarda unos minutos en arribar.

Héctor dice: “Que siga la fiesta, papá, que para eso sirven los chayos y dejar pasar algunas cuestiones.” Alza la copa, y brindamos por él, por su amor perdido, y por la vida, ahora pletórica de carcajadas. Mejor hablar de política con el alcalde Mandor que acaba de llegar, y la fiesta va para largo.

Cierro el libro. 

Tomo un café. 

Abro mi lap

Busco en el navegador de la Internet la página del portal digital de YouTube, en la que, algunas veces, escucho música. Me gusta todo tipo de géneros musicales. Dependiendo el día, la hora, me dejo llevar por sus impetuosas olas o por su suave fragancia. En el buscador de ese portal, escribo: “música Cancún”, y a la vista aparece la melodía “Me está llamando Cancún”. Doy clip con el mousse. Subo el volumen al máximo. La música acompasa ese fuerte cadereo que es fenomenal. Cuando termina la melodía, vuelvo a dar clip. La escucho varias veces. En la última, la tarareo. 

Pienso: “Cancún, Chetumal, Playa del Carmen, y otros sitios paradisiacos de Quintana Roo tienen esa fuerza, la atracción de esta rola. Quintana Roo es música, selva, historia mar y todo lo que se desprende de esas olas. Es belleza, pero también fuerza huracanada que hay que temer, como dicen los que sobrevivieron al huracán Janet.”

Caray, estoy conmovido por Bruno, por eso sigo pensando: “He conocido muchos turistas, amigos, yo mismo, que hemos llegado a probar suerte y nos quedamos toda una eternidad, como dicen, tal vez porque tomamos agua de curvato.” Ja, ja, ja, ja y es una risa como esa agua fresca, amigo.

Con ese sentimiento le digo a Bruno: “Quintana Roo es para estar toda una eternidad, boludo”, y, con el che, que ahora está a mi lado, vuelvo a escuchar y cantamos esa rola que nos hermana, y con esa entonación vamos a comer un buen ceviche y un pescado frito a los “Limoncitos” de Chetumal, que es de lo mejor que hemos comido en toda la vida, coincidimos en señalar, y al calor de unas micheladas que nos aclaran la mente, me dice: “gracias boludo… por ser mi hermano”, y le regreso el saludo fraterno: “gracias che… por ser mi carnal”. 

Cuando un libro te atrapa y te permite, momentáneamente, estar ahí, vale la pena releerlo con calma y con un buen café bien cargado para reciclar la memoria.

CRISTINA

“Todos los abrazos son un adiós”, dice Bruno al recordar una frase del escritor Eduardo Galeano. Y sí, todos los abrazos son un adiós, amigo, pero un comienzo, como lo sabes, ya que ese abrazo te condujo a Cristina, personaje entrañable de la novela Magnificens Cancún.

Hay abrazos que le dan la vuelta al mundo o te despiden con sus flores. Los pétalos caen y el atardecer rompe las esquinas. Bruno, amigo, tengo ganas de platicar contigo y que nos tomemos un mate y olvidarme de esos abismos parduscos que me rodean.

Sigo releyendo Magnificens Cancún. Le digo a Bruno: “Pinche che, presentáme a

Cristina”, y el recabrón me dice: “Otro día, boludo. En realidad, todavía la recuerdo. Han pasado varios años y todavía traigo clavada su risa, su risa explosiva que la suelta cuando menos lo espero, che, y me deja desarmado con esas luces rojas y amarillas, pero ella es una salvaje, vive el momento. No extraña. No quiero estar a su merced, por eso me alejo, pero, aunque a veces diga lo contrario, la quiero tener cerca. Su cuerpo es un inmenso mar que me rodea, como una isla.”

Me quedo callado. 

Me imagino a Cristina: es una belleza surrealista, pero, con esa fuerza, todo lo que toca destruye, tal vez porque se deja llevar por el feroz impulso de viernes por las noches de drogas, bailes y lucecitas amarillas, me imagino al releer el diario de Bruno Marín, en los días que estuvo Cristina en su departamento, para guarecerse de la cruda y del acoso de su amante en turno, el empresario Vinicio Roben, de la Fundación para el Trabajo, asociación civil de parapeto para encubrir fraudes, lavado de dinero y triquiñuelas, explicadas en el libro, y que florecen como tréboles al amparo del poder, ciertamente, como la Fundación Changuito de su natal Tucumán.

Dormir-hacer el amor-dormir-hacer el amor-. Silencio. El amor es contemplación, dice Bruno Marín, y estoy de acuerdo. Me lee algunos de sus poemas, e igual que Cristina, me quedo con ese que dice: 

Lejos de tu tibieza,  el abismo de esa distancia ha marcado el tráfico de mis venas,  la migración de mis aves oscuras, y en esta ciudad,  el cuerpo encalla en remotas soledades.

Me comenta que la lectura de ese poema por parte de Cristina fue su adiós: “Está cabrón mencionarlo, pero me dejo así, sin más. Simplemente, no regresó al departamento.” Su voz es apagada, como si estuviera escudriñando una pared, en la que quiere, al menos, tatuar su nombre.   

Luego de un silencio, prosigue: 

A partir de entonces, nunca más volvimos a coger. Su ausencia arrebató toda la energía del departamento. Che, dormí varios días en un hotel de paso, con la ropa que me ves. Cuando regresé al departamento, lo confirmé: está deshabitado. Apenas despunta el día y despierto, voy al baño y me masturbo pensando en Cristina. Me quedo sin nada. No sé sí es sexo o amor, pero me quedo largos ratos mirando las paredes. Hay huecos.

Abismos. 

No sé qué decirle. En esos extremos de la vida, cuando la liga está tensada al máximo, lo mejor es guardar silencio. 

Veo que disipa las tardes en programas televisivos. Muchos ni los ve. Esas voces distantes lo acompañan. En otras ocasiones, está en silencio. Se recuesta en su cama o se sienta en un sofá. Cierra los ojos por largo tiempo y esos instantes los recorre pensando en Estela, a quien le escribe. Bruno Marín siempre le escribirá a Estela. Es su abismo y su locura, más al saber de su fallecimiento repentino. 

También piensa en Cristina y en esas noches salvajes de sexo que no volverán, ya que el destino le juega una mala pasada a Cristina, que sigue empecinada en mantener una relación tóxica y/o de dependencia económica con Vinicio Roben de la Fundación para el Trabajo, en esas situaciones donde la vida va dando luces de alerta y no se para hasta

“tocar fondo”, donde puedes salir fortalecido o hundirte en ese negro insomnio.

En toda esta trama, sevan dejando al descubierto los hilos de la corrupción que son movidos por políticos de alto nivel, donde va circulando, peligrosamente, nuestro amigo Bruno Marín, cuya vida corre peligro.

LARSEN 

Larsen es argentino, periodista, vive y trabaja en Cancún, tal y como Bruno Marín, en esos comunes denominadores que te emparentan con algunas personas, pero en el libro se observa que hay empatía entre estos personajes por el lado del gusto por la literatura y algunos autores, sobre todo Julio Cortázar. Debe decirse que Magnificens Cancún está impregnado de la savia de algunas de las obras de ese escritor.

Claro que hay otros personajes memorables en Magnificens Cancún, pero Larsen tiene ese acento argentino que se respira a lo largo de todo el libro, y que va sosteniendo a Bruno Marín en esos ingratos momentos que le ha deparado la vida. Es como una luz que le va diciendo por dónde y hacia dónde, y eso es muy complicado de encontrar en la vida: un amigo real como esas monedas que pueden irse por cualquier alcantarilla, pero su eco te dice dónde están. No te pierdas, sigue adelante, aférrate a eso que te hace vivir, que la vida es maravillosa, boludo. Parece que estoy escuchando la plática entre Larsen y Bruno Marín, y esas conversaciones van entretejiendo otras historias y hacen relucir los nudos negros de la política local. 

Es sábado por la madrugada.

Estoy escuchando “What a wonderful world” en YouTube. Es el gran Louis Armstrong, con su incomparable voz y su risa, y estoy contigo escuchando esa rola, y quisiera volverla a escuchar contigo, madre.

Escribo largo y tendido. 

Bebo café.

Las horas se van reencontrando con el sol. 

El día es ligero, más que, ahora, estoy viendo en familia una serie de Netflix. 

Más tarde, salgo a caminar. Digo en voz alta: “Caminar también es una forma de reencontrarte.” Claro que sigo pensando en Bruno Marín y eso que ayer terminé de releer Magnificens Cancún. Me dejó buen sabor de boca, tanto así que al regresar a mi casa directamente voy al “cuarto de estudio” para ver qué leeré mañana domingo. Desde diciembre, ando encarrilado en la literatura. Por ello he dejado de lado mis escritos, ensayos sobre temas políticos. “Para otro momento”, pienso.

Estoy en el “cuarto de estudio”, que en realidad es una habitación donde están, medianamente acomodados por temas, libros de literatura, política, derecho, poesía, etc.

Estoy enfrente del librero de “Narrativa”. Voy viendo títulos… De repente, cierro los ojos. Estoy animado, es más que obvio, dado que, después de muchos años, de nueva cuenta realizo ese juego de leer el libro donde me lleve el destino, como solía decir en los ochenta. 

Mi dedo índice señala un libro. Lo tomo. Lo palpo. “Tiene buena pinta, aunque sea voluminoso”, pienso. Abro los ojos y, de repente, leo Rayuela. Es una edición especial. No recuerdo haberlo traído del DF o haberlo comprado, pero está ahí, señalándome como cualquier buen libro suele hacerlo. 

“De poca madre”, pienso y sonrío al ver en una de las solapas una imagen donde Julio Cortázar, está con un cigarrillo en los labios.  Sigo pensando: “¡Cortázar, Rayuela! ¿Qué más puedo pedirle a la vida?”. 

Son las 7 am, es domingo. Estoy leyendo Rayuela en el “cuarto de estudio” y, caray, me invaden mis recuerdos y ni qué decir, sólo pensar en que es “… tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo dentífrico”.  

En una mesita, está mi taza de café. Al lado, mi libreta con hojas en blanco, así como esperando.

Ya ven, a veces la vida es una jodidez, pero también es maravillosa.

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