Transcurrían los setentas. Eran años felices. La televisión no era tan enajenante como ahora. Es más, los televisores eran escasísimos en aquel poblado en el que la vida tuvo a bien confinarme felizmente desde muy pequeño.
Cuando digo escasísimo, estoy diciendo que en aquel sitio solo existían tres aparatos de televisión cuando mucho. Cuando un integrante de la familia –un tío-, logró obtener uno, hubo fiesta. Todos hablábamos de tan afortunado suceso. Todos lo envidiábamos. Todos queríamos compartir la dicha de estar sentados frente a ese aparato que tanto nos fascinaba, más por extraño, más por exótico que por otra cosa.
Dos sucesos marcaron a nuestro pueblo. La llegada del primer televisor y el arribo de la primera rockola. Fueron una especie de parteaguas. Un antes y un después. Significaba llana y lisamente la llegada de la modernidad al sitio en el que vivíamos.
El poseedor de la televisión y la rockola fueron una celebridad en su tiempo. Se hablaba de ellos con un respeto que casi rayaba en la admiración. Tan es así, que todos queríamos ser como ellos cuando fuéramos grandes.
Los terrícolas, los Angeles Negros y los Babys, eran los amos y señores en cuestiones musicales. Muchas damas del poblado caían rendidas ante una canción de cualquiera de estos grupos que ya hoy son arcaicos para la mayoría de los mexicanos. La rockola se escuchaba en todo el pueblo. Así de pequeño era. El dueño de un restorancito era el afortunado. “El Viajero” se llamaba, si mal no recuerdo. Lo que sí recuerdo como si fuera ayer, era que todas las tardes, religiosamente, íbamos a dicho sitio, pedíamos una cocacola y nos sentábamos a escuchar la mejor música del mundo (La que se oye de lejos y la que otros pagan).
En la televisión, por su parte, el amo y señor era un programa llamado El Chavo del Ocho. Esa media hora de cada semana era esperada con gran emoción e interés por parte de la chamacada del rumbo. Los adultos, ni se diga, ellos también reían a mandíbula batida con el humor blanco, que digo, blanquísimo de esa entrañable serie.
En aquel pueblo solo se hacían tres cosas que hoy valen la pena comentar. Estudiar, ayudar al jefe de la familia en el trabajo que desempeñaba –el monte, generalmente-, y ver los miércoles al “Chavo del Ocho”.
Fuimos niños sanos. Eso es obvio. Nuestra diversión consistía en dos actividades primordiales. Una, era jugar fútbol. Claro, para que tal cosa se diera, era necesario “enamorar” siempre al compañerito que era el dueño del balón. Su papá tenía una pequeña tienda de abarrotes –solo habían dos en el pueblo-, lo cual les permitía tener una vida más desahogada que la mayoría.
Siempre llevaba “gastada” a la escuela y por lo tanto los demás orbitábamos como moscas a su alrededor. El, sabía de la influencia que tenía en los demás. cuando estaba de buenas, se dejaba apapachar. Cuando estaba de malas, en cambio, ¡uf!, era difícil de tratar. Lo primero que hacía cuando el demonio se le metía al cuerpo, era requisar su balón (generalmente lo hacía cuando su equipo no daba pie con bola, aún cuando siempre escogía a los mejores jugadores).
Lo abrazaba fuertemente con las dos manos, hacía un “puchero” prolongado y luego encaminaba sus pasos a su domicilio. Cuando se registraba esa impactante cuanto traumática escena, sabíamos que la “fiesta” había acabado, que no nos quedaba de otra más que sentarnos –desolados-, a la orilla de la calle y dedicarle una herejía, lo más quedito posible para que no la oyera y su carácter vengativo no le hiciera aplicarnos un castigo prolongado.
La otra actividad lúdica que conocíamos era la de sentarnos frente al televisor a ver al Chavo. Recuerdo que muchos hubiésemos querido ser magos o algo parecido para hacer que esa media hora se prolongara hasta el infinito. Cuando nos sentábamos frente al aparato de televisión todo se nos olvidaba. El chiste, no había otro, era divertirnos hasta más no poder. Sabíamos que nuestro tiempo era limitado. Y es que, para acabarla de amolar, terminando el Chavo, se terminaba la fiesta. la televisión se apagaba y se le colocaba un trapo encima. Era cuidada como una joya.
De ahí lo único que nos quedaba, era remedar al Chavo durante el trayecto a nuestras casas. Hicimos propias frases “inmortales” como: ¡No me simpatizas!; ¡Es que no me tienen paciencia!; Se me chispoteó; Fue sin querer queriendo; ¡Eso, eso, eso!; ¡No te juntes con esa chusma!.
El miércoles, con la muerte de Roberto Gómez Bolaños, creador de tan inolvidables personajes, me acordé de aquellos buenos, muy buenos tiempos.
Bien por ti mi estimado NICO. Has configurado el retrato universal de los niños y familiares de aquella década (1970-1980) sin importar el lugar de vivencia. Tiempos Sanos con Mentes Sanas. Un saludo y un Aprecio, siempre busco tus colaboraciones (que ahora son escasas). Supongo que estás por o ya te jubilaste. De estar todavía activo (en la oficina), saluda de mi parte a nuestros «viejos». Como es un poco difícil que me recuerdes después de 9 años te diré que sigo en Mérida y que en algún momento me solicitaste apoyo para investigar la compra de una caseta metálica para tu Jeep.-